La condición humana es una obra maestra, digna de ser citada junto a
las que escribieron Joyce, Proust, Faulkner, Thomas Mann o Kafka, como
una de las más fulgurantes creaciones de nuestra época. Lo digo con la
tranquila seguridad de quien la ha leído por lo menos media docena de
veces, sintiendo, cada vez, el mismo estremecimiento agónico del
terrorista Tchen antes de clavar el cuchillo en su víctima dormida y
lágrimas en los ojos por el gesto de grandeza final de Katow, cuando
cede su pastilla de cianuro a los dos jóvenes chinos condenados, como
él, por los torturadores del Kuomintang, a ser quemados vivos. Todo es,
en ese libro, perfecto: la historia épica, sazonada de toques
románticos; el contraste entre la aventura personal y el debate
ideológico colectivo; las psicologías y culturas enfrentadas de los
personajes y las payasadas del barón de Clappique, que pespuntan de
extravagancia y absurdo —es decir, de imprevisibilidad y libertad—, una
vida que, de otro modo, podría parecer excesivamente lógica; pero, sobre
todo, la eficacia de la prosa sincopada, reducida a un mínimo esencial,
que obliga al lector a ejercitar su fantasía todo el tiempo para llenar
los espacios apenas sugeridos en los diálogos y descripciones.
La
condición humana está basada en una revolución real, que tuvo lugar en
1927, en Shangai, del Partido Comunista chino y su aliado, el
Kuomintang, contra "Los Señores de la Guerra", como se llamaba a los
autócratas militares que gobernaban esa China descuartizada, en la que
las potencias occidentales habían obtenido, por la fuerza o la
corrupción, enclaves coloniales. Esta revolución fue dirigida por un
enviado de Mao, Chou-En-Lai, en quien está inspirado, en parte, el
personaje de Kyo. Pero, a diferencia de éste, Chou-En-Lai no murió
cuando, luego de derrotar al gobierno militar, el Kuomintang de Chang
Kai-Shek se volvió contra sus aliados comunistas y, como describe la
novela, los reprimió con salvajismo; consiguió huir y reunirse con Mao, a
quien acompañaría en la Gran Marcha y secundaría como lugarteniente el
resto de su vida.
Malraux no estuvo en Shangai en la época
de los sucesos que narra (que inventa); pero sí en Cantón, durante las
huelgas insurreccionales del año 1925 y fue amigo y colaborador (nunca
se ha establecido con certeza hasta qué punto) de Borodín, el enviado de
la Komintern (en otras palabras, de Stalin) para tutelar el movimiento
comunista en China. Esta experiencia le sirvió, sin duda, para impregnar
esa sensación de cosa "vivida" a los memorables asaltos y combates
callejeros de la novela. Desde el punto de vista ideológico, La
condición humana es procomunista, sin la menor ambigüedad. Pero no
estalinista, sino, más bien, trotskista, pues la historia condena
explícitamente las órdenes venidas de Moscú, e impuestas a los
comunistas chinos por los burócratas de la Komintern, de entregar las
armas a Chang Kai-Shek, en vez de esconderlas para defenderse cuando sus
aliados del Kuomintang dejaran de serlo. No olvidemos que estos
episodios suceden en China mientras en la URSS seguía arreciando el gran
debate entre estalinistas y trotskistas (aunque ya había empezado el
exterminio de éstos) sobre la revolución permanente o el comunismo en un
solo país.
Pero una lectura ideológica o sólo política de
la novela soslayaría lo principal: el mundo que crea de pies a cabeza,
un mundo que debe mucho más a la imaginación y la fuerza convulsiva del
relato que a los episodios históricos que le sirven de materia prima.
Más
que una novela, el lector asiste a una tragedia clásica, incrustada en
el mundo moderno. Un grupo de hombres (y una sola mujer, May, que en el
mundo esencialmente misógino de Malraux es apenas una silueta algo más
insinuada que la de Valery y las cortesanas que hacen de telón de
fondo), venidos de diversos horizontes, combaten contra un enemigo
superior para —lo dice Kyo— "devolver la dignidad" a aquellos por
quienes combaten: los miserables, los humillados, los explotados, los
esclavos rurales e industriales. En esta lucha, a la vez que son
derrotados y perecen, Kyo, Tchen, Katow, alcanzan una valencia moral más
elevada, una grandeza que expresa, en su más alta instancia, "la
condición humana".
La vida no es así, y, desde luego, las
revoluciones no están hechas de nobles y viles acciones distribuidas
rectilíneamente entre los combatientes de ambos bandos. Que este
esquematismo político y ético, que en cualquiera de las ficciones
edificantes que produjo el realismo socialista hubiera hecho que el
libro se nos cayera de las manos, en La condición humana nos convenza de
su verdad, significa que Malraux era capaz, como todos los grandes
creadores, de hacer pasar gato por liebre, enmascarando sus visiones con
una apariencia irresistible de realidad.
En verdad, ni
las revoluciones de carne y hueso son tan limpias, ni los
revolucionarios lucen, en el mundo de grises y mezclas en que nos
movemos los mortales, tan puros, coherentes, valientes y sacrificados
como en las turbulentas páginas de la novela. ¿Por qué nos sugestionan
tanto, entonces? ¿Por qué nos admiramos y sufrimos cuando Katow,
encallecido aventurero, acepta una muerte atroz por su acción generosa, o
cuando volamos hechos pedazos, con Tchen, debajo del auto en el que no
estaba Chang Kai-Shek? ¿Por qué, si esos personajes son mentiras? Porque
ellos encarnan un ideal universal, la aspiración suprema de la
perfección y el absoluto que anida en el corazón humano. Pero, todavía
más, porque la destreza del narrador es tan consumada que logra
persuadirnos de la verosimilitud íntima de esos ángeles laicos, de esos
santos a los que ha bajado del cielo y convertido en mortales del común,
héroes que parecen nada más y nada menos que cualquiera de nosotros.
La
novela es de una soberbia concisión. Las escuetas descripciones muchas
veces transpiran de los diálogos y reflexiones de los personajes,
rápidas pinceladas que bastan para crear ese deprimente paisaje urbano:
la populosa Shangai hirviendo de alambradas, barrida por el humo de las
fábricas y la lluvia, donde el hambre, la promiscuidad y las peores
crueldades coexisten con la generosidad, la fraternidad y el heroísmo.
Breve, cortante, el estilo nunca dice nada de más, siempre de menos.
Cada episodio es como la punta de un iceberg, pero emite tantas
radiaciones de significado que la imaginación del lector reconstruye sin
dificultad, a partir de esa semilla, la totalidad de la acción, el
lugar en que ocurre, así como los complejos anímicos y las motivaciones
secretas de los protagonistas. Este método sintético da notable densidad
a la novela y potencia su aliento épico. Las secuencias de acciones
callejeras, como la captura del puesto policial por Tchen y los suyos,
al principio, y la caída de la trinchera donde se han refugiado Katow y
los comunistas, al final, pequeñas obras maestras de tensión,
equilibrio, expectativa, mantienen en vilo al lector. En estos y algunos
otros episodios de La condición humana hay una visualidad
cinematográfica parecida a la que lograba, en esos mismos años, en sus
mejores relatos, John
Dos Passos.
Un exceso de
inteligencia suele ser mortífero en una novela, pues conspira contra su
poder de persuasión, que debe fingir la vida, la realidad, donde la
inteligencia suele ser la excepción, no la regla. Pero, en las novelas
de Malraux, la inteligencia es una atmósfera, está por todas partes, en
el narrador y en todos los personajes —el sabio Gisors no es menos
lúcido que el policía König, y hasta el belga Hemmelrich, presentado
como un ser fundamentalmente mediocre, reflexiona sobre sus fracasos y
frustraciones con una claridad mental reluciente. La inteligencia no
obstruye la verosimilitud en La condición humana (en cambio, irrealiza
todas las novelas de Sartre) porque en ella la inteligencia es un
atributo universal de lo viviente. Esta es una de las claves del
"elemento añadido" de la novela, lo que le infunde soberanía, una vida
propia distinta de la real.
El gran personaje del libro no
es Kyo, como quisiera el narrador, quien se empeña en destacar la
disciplina, espíritu de equipo, sumisión ante la dirigencia, de este
perfecto militante. Es Tchen, el anárquico, el individualista, a quien
vemos pasar de militante a terrorista, un estadio, a su juicio,
superior, porque gracias a él —matando y muriendo— se puede acelerar esa
historia que para el revolucionario de partido está hecha de lentas
movilizaciones colectivas, en las que el individuo cuenta poco o nada.
En el personaje de Tchen se esboza ya lo que con los años sería la
ideología malrauxiana: la del héroe que, gracias a su lucidez, voluntad y
temeridad, se impone a las "leyes" de la historia. Que fracase —los de
Malraux son siempre derrotados— es el precio que paga para que, más
tarde, su causa triunfe.
Además de valientes, trágicos e
inteligentes, los personajes de Malraux suelen ser cultos: sensibles a
la belleza, conocedores del arte y la filosofía, apasionados por
culturas exóticas. El emblema de ellos es, en La condición humana, el
viejo Gisors; pero también es de semejante estirpe Clappique, quien,
detrás de su fanfarronería exhibicionista, esconde un espíritu sutil, un
paladar exquisito para los objetos estéticos. El barón de Clappique es
una irrupción de fantasía, de absurdo, de libertad, de humor, en este
mundo grave, lógico, lúgubre y violento de revolucionarios y
contrarrevolucionarios. Está allí para aligerar, con una bocanada de
irresponsabilidad y locura, ese enrarecido infierno de sufrimiento y
crueldad. Pero, también, para recordar que, en contra de lo que piensan
Kyo, Tchen y Katow, la vida no está conformada sólo de razón y valores
colectivos; también de sinrazón, instinto y pasiones individuales que
contradicen a aquéllos y pueden destruirlos.
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