El tiempo novelesco de Bulgákov se medía por milenios y no por siglos. Escribió El Maestro y Margarita
no sólo a contracorriente del ateísmo soviético, sino de casi toda la
literatura rusa, cristocéntrica desde el año 1000 hasta Solyenitzin. Sin
Resurrección y sin Cruz, Bulgákov se liberó del alma rusa, "esa bruja
que aúlla en la ventisca", según Andrei Biely, y transformó en un mito
fáustico donde se trueca el amor y no el conocimiento, restaurando en
Margarita la reputación de Eva, quien toma el fruto del árbol de la vida
para salvarse de la caída.
A través de los simpáticos y
arrogantes demonios que sobrevuelan Moscú, eternamente pospuesta segunda
o tercera Roma, espantó Bulgákov a todas las ortodoxias, la del pope
subordinado al César y al César esclavizando las mentes. Vasallo de
Stalin, lo que a Bulgákov interesa es la conciencia del poderoso. Su
héroe es Pilatos, no Jesús. El tirano es humano, demasiado humano y por
ello temible: poderoso, es impotente; complacido con un disco de Mozart
grabado en doce horas, sufre hasta la muerte entre la convicción y la
responsabilidad. Eso es acaso el secreto que vuelve intocable al cómico
de la legua, al insistente peticionario cuya magia Stalin temía.
El Maestro y Margarita
se esfuma de las manos del lector como un sueño a medianoche. Poco a
poco las imágenes se van. Al gobierno sólo se le ocurre mandar fusilar a
todos los gatos negros de la urss. El circo y el terror se ocultan con
la luna llena en el amanecer. Todos duermen felices, como Bulgákov,
sedado con morfina para mitigar los dolores. Murió el 10 de marzo de
1940, a las 4:39 de la tarde, según anotó su esposa Yelena Serguéyevna,
quien lo acompañó durante su agonía corrigiendo la última versión de la
novela sobre una almohada.
La doctrina del realismo
socialista, paradójicamente, hizo de Shostákovich un genio: su margen
para componer era tan estrecho y estaba bajo tal vigilancia que
profundizó evadiendo como un zorro a sus censores en el papel pautado.
Bulgákov fue más afortunado. A diferencia de Gogol, su maestro, no tuvo
un monje travestido en demonio que lo obligase a quemar su obra. Había
llegado, afortunadamente, demasiado lejos. A la pianista María Yudina
la salvó Mozart y a Bulgákov la frase más famosa de El maestro y Margarita, "los manuscritos no arden". -
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