El lector que se adentre en el libro se adentra en el cogollo del mundo
mitteleuropeo, anterior y posterior al derrumbe de la monarquía
autrohúngara, a través de las diversas etapas de la vida de su autor,
nacido en 1914 en Czernovitz, capital de la Bucovina (que desde 1787
formaba parte de ese “reino shakespeariano llamado Galitzia”) y
fallecido en la Toscana en 1998. Su posición de apátrida en la práctica
la cuenta así: “Chernovitz, donde yo nací, era la ex capital del ex
ducado de la Bucovina. Perteneciente a la ex monarquía austrohúngara y
situada en la parte oriental del bosque de los Cárpatos, al pie de la
cordillera Tatras, en 1775 había sido cedida a la ex Austria Hungría
imperial-real por el ex imperio otomano, como recompensa por su
intervención en la guerra ruso-turca. Se anexionó primero al antiguo
reino de Galitzia y luego, en 1848, pasó a formar parte de los
territorios autónomos de la casa de Habsburgo. Exceptuando mi ciudad
natal, cuyo nombre por otra parte ha experimentado numerosos cambios en
el curso de su historia –del alemán Czernowitz al actual Chernovtsi en
Ucrania pasando por Cernauti-, en ella todo es designado como “ex”, es
decir como no formando parte del presente, como no existiendo en
realidad, lo que le confiere una especie de aura legendaria y, en
consecuencia, un carácter irreal”.
Este párrafo es mucho más que una breve descripción sarcástica en la
que los nombres políticos son todos “ex”, pero no así los geográficos;
en realidad tiene todo que ver con su literatura. Los tres libros que
comentamos son, de un modo u otro, más o menos autobiográficos; más
elaborado como ficción el primero y decididamente memorístico el último;
en medio, queda una historia de juventud que navega entre las dos
posiciones anteriores. El conjunto suma casi novecientas páginas
impresas en una caja de tamaño mayor de lo habitual, con lo que se deja
ver a las claras que el editor está dispuesto a impresionar al lector y a
poner a prueba su capacidad de lectura. Y el autor deja claro, apoyado
en tamaño bloque de páginas, que elige hablarnos del mundo austrohúngaro
desde la perspectiva de un hombre nacido prácticamente con el siglo que
mira hacia atrás para moverse hacia adelante. Lo primero que conviene
aclarar es que no hay un gramo de nostalgia y sí una exigencia a la
memoria para que sea esta la que narre y la que se atribuya la
conciencia lúcida de la mirada al pasado desde el presente. Lo segundo
es que con esa constante vivencia de “ex” a la que sarcásticamente se
refiere en el texto antecitado, se coloca en la mencionada posición de
apátrida que le permite una versatilidad excelente para abordar con la
distancia adecuada el mundo en que se mueven cada uno de los tres libros
de La gran trilogía.
Un armiño en Chernopol (Chernopol es, naturalmente, un trasunto de su
Czernotvitz natal) es, como dije antes, el texto que podemos considerar
más decididamente “de ficción” aunque incluye abundantes notas
autobiográficas. Es ficción, sobre todo, debido a la distorsión que
ejerce sobre la realidad la decisión de buscar el lado grotesco de la
vida ciudadana, porque ejerce de espejo deformante y además permite un
permanente recurso al humor que dinamiza lo que, en superficie, no sería
más que un relato de costumbres provincianas. Es el talento de Von
Rezzori el que lo saca del mero retrato de tipos y paisajes al utilizar
ese humor fundado en lo grotesco que recuerda el de muchas de las
escenas más hilarantes y agudas que acontecen en la Kakania de Robert
Musil. Ese talento se muestra ya en la elección de las dos columnas
vertebrales del relato, las que sustentan y permiten el movimiento al
cuerpo narrativo. Los dos personajes que las representan son: el
prefecto de Chernopol, el señor Tarangolian, una autoridad que es
también un vividor, hombre de mediana edad, abierto a los placeres de la
mesa y a disfrutar de toda ventaja que se encuentre a mano, hábil para
escurrir el bulto cuando es necesario y para presentarse donde hay que
estar en el momento oportuno; un frescales orondo y simpático,
pragmático y sociable que flota como un corcho en cualquier líquido y
que resulta ser una figura tan contradictoria como sugestiva; y, por su
parte, el húsar Tildy, un militar y caballero a la antigua usanza, de
pensamiento único e incapaz de concebir el mundo sin vestir el uniforme,
siempre dispuesto a un duelo por cualquier causa que le hiciera
sentirse obligado, un idealista dogmático incapaz de desviarse un
milímetro de sus rígidas normas de conducta y en constante tensión por
no dejar asomar ni el más simple de sus sentimientos; es el hombre
irreductible a la buena vida; él es “el armiño que muere cuando se le
mancha la piel”, como dice la cita que encabeza la novela. El contraste
entre estos dos tipos absolutamente antagónicos, pero pertenecientes al
mismo mundo y cultura, es lo que sostiene la armadura de esta preciosa y
divertida narración. El primero, el prefecto, representa la voluntad de
vivir (lo mejor posible) en cualquier circunstancia; el segundo, por el
contrario, es la imagen de la destrucción de un mundo de honor
periclitado.
El relato está plagado de anécdotas que son descritas de manera
satírica, grotesca o simplemente humorística. El autor se apoya en los
ojos de los niños para establecer la mirada principal, pero la palabra
es suya y no pierde esta distancia de narrador. Chernopol es, a la
vez, absurda, fantástica y real; que el narrador hable apoyándose en los
recuerdos de infancia permite esa triple dimensión del relato y
escenifica una suerte de farsa trágica y demoledoramente viva y real a
un tiempo. El narrador acostumbra a comenzar los capítulos con
consideraciones de todo orden, desde la descripción de distintos
aspectos de la sociedad chernopolita hasta verdaderas reflexiones de
orden moral acerca de la vida y comportamiento de las personas, para
internarse luego en la anécdota propiamente dicha. Emplea un lenguaje
satírico que pone buena parte de su eficiencia en el uso de las
oraciones subordinadas y sacando buen partido a la expresividad de la
contradicción (“Y ella se apareció de improviso delante de nosotros, con
una elegancia exagerada y, al mismo tiempo, vestida con singular
desaliño”). Su técnica de creación de escenas consiste, una vez descrito
el escenario donde las sitúa, en ir saltando de un personaje a otro y,
como en segundo plano, irlos enlazando hasta formar el cuadro completo.
Entonces es cuando, seguro del suelo que pisa, ilumina la escena.
Von Rezzori no duda en arriesgar en la expresividad para lograr efectos
extraordinarios de expresión (“mientras el clavel rojo de viejo
calavera relucía en el ojal y el bigote recién teñido, negro como ala de
cuervo, arrojaba reflejos verdosos y rojo rubí”) o de evidente
conciencia satírica, como en este malicioso comentario infantil:
“Defender con contumacia ideas preconcebidas nos parecía una de las
escandalosas prerrogativas que los adultos se otorgaban basándose en una
convención que sólo ellos habían pactado”. Von Rezzori asume con su
libro que cuando los narradores cuentan historias en realidad siempre
hablan de ellos mismos, es decir, de la manera en que esas historias
llegaron a ser su historia, lo que supone más que haberlas vivido:
supone aquello en lo que se han ido convirtiendo al contarlas. Bajo esta
premisa opera la novela: “Éramos niños cuando nuestros héroes se nos
aparecieron como una visión y, al conocer su realidad, y con su muerte,
perdimos un mundo maravilloso”. La novela asume esta pérdida y por ello
vive. La memoria, ayudada por la imaginación y apoyándose en el humor,
se convierte en la expresión de una realidad que sólo a través de la
ficción adquiere su verdadera conciencia de ser.
Menmorias de un antisemita, quizá su obra más celebrada, es una
historia de juventud que comienza con al descripción de la vida en el
pueblo, la jubilosa naturaleza que él percibe y la soledad sentida como
algo grato. De allí saldrá hacia su primer trabajo serio y hacia otra
clase de soledad, más ingrata. Su relación con dos mujeres (una viuda
judía y una muchacha sentada en una silla de ruedas, crudamente real la
primera y ensoñada la segunda) le darán la vuelta como persona y, en su
incomodidad, cala en su mente la idea de pangermanismo (a partir de la
influencia de su tío Hubert y de la compleja lealtad a su padre, lealtad
que cabalga sobre la línea Carlomagno-Sacro Imperio-Habsburgo) La idea
hace cuerpo en él y lo impregna plenamente, pero no de manera agresiva o
violenta sino de forma paulatina, como una segunda naturaleza, de
manera que nuestro antisemita lo es sobre todo por mor de las
circunstancias y mientras su vida personal se va oscureciendo hasta
convertirlo en el chevalier servant y osito de peluche de su vecina
Minka. La clave del relato está en ese momento en que el pangermanismo
del personaje se ve desbordado por la realidad: la anexión de Austria
por los nazis, el Anschluss. Lo que descoloca al yo del personaje es la
presencia de esa realidad atroz a la que no puede sustraerse porque la
feliz y encantadora frivolidad de la vida de familia de aquellos niños
del Armiño en Chernopol se convierte en la cruda verdad de una
situación estremecedora y la novela en la representación de ese dejarse
llevar, de ese desmoronamiento personal que explica, de forma admirable,
cómo el veneno nazi se bebió por una sociedad entera incapaz de
reaccionar ante el horror, personas sensatas, agradables, razonables
incluso, que se dejaron llevar sin resistencia por el prejuicio
antijudío sin calcular sus verdaderas consecuencias. La consecución
literaria de esta evolución personal, reflejo de la evolución histórica y
social, es lo que otorga a esta novela su calidad de obra maestra.
Memorias de un antisemita está dividida en cinco partes. Las cuatro
primeras relatan esa juventud donde el amor equivocado y la
descomposición inicialmente inadvertida del yo del personaje desembocan
en el desconcierto y el vacío que crea en él la anexión de Austria. La
quinta parte tiene un cambio de narrador, un cambio de perspectiva
admirable porque toda la consideración moral que lo acompaña y que es su
esencia proviene ahora de alguien que habla mucho tiempo después, ya en
el comienzo de la senectud. Este cambio de posición cambia la
perspectiva: “y ahora, con la distancia de los sesenta y cinco años,
aunque con la misma ingenuidad en la mirada azul celeste, que forma
parte de su encanto incontenible, siente que empieza a disminuir su
fuerza para reinventar la realidad, disminuye su capacidad de inventar
un presente verosímil y un pasado de cuentos de hadas”. El final de esta
breve quinta parte, titulada Pravda, es sencillamente magistral.
La tercera de las novelas de La gran trilogía, Flores en la nieve, no es
una novela sino un verdadero escrito autobiográfico. Von Rezzori es un
descriptor maravilloso, de alta vena poética, que desciende a todo
detalle sin abrumar ni parecer acumulativo porque su descripción es
siempre progresiva, no repetitiva, y su lirismo un verdadero ejercicio
de maestría expresiva. El lector lo advertirá en seguida al comprobar
que la capacidad descriptiva de la ficción se ajusta como un guante a la
capacidad evocativa de su propia memoria personal sin que ninguna de
las dos se interfiera con la otra, al contrario, aparecen netamente
diferenciadas dentro de un mismo estilo. De esta manera, lo que empezó
siendo una creación novelesca emotiva y confiada sobre el delicioso y
acogedor mundo habsbúrgico se ha ido convirtiendo en una representación
de Centroeuropa después del derrumbe para terminar en este escrito
autobiográfico en el que Von Rezzori en persona habla de las personas
decisivas de su vida en ese tiempo, pero ahora con una lucidez
impresionante, producto de una mirada distinta aunque no menos amorosa,
pues son evocadas no desde su tiempo real sino desde la edad del
personaje. Al final de las Memorias de un antisemita, un hombre mayor
visita a su suegra, la vieja condesa, para llevarle una caja de marron
glacés. Es el sosias del mismo Von Rezzori ya maduro, residente en
Italia y casado con Beatrice Monti Della Corte. “La vecchia contessa é
mancata” le dice la portera. Luego le cuenta que justo antes de morir,
había alzado por última vez la cabeza para decir, simplemente: -¡Pravda!
Él le explica el significado y ella le contesta que ya lo sabe porque
su esposo lleva treinta años afiliado al partido comunista italiano. Y
él dice entonces: “Sí, La verdad ¿Le apetece una castaña? Tome toda la
caja, yo comeré una como máximo, no puedo permitirme más; ya sabe, a mi
edad uno tiene que cuidarse”. La última parte de la Trilogía, Flores en
la nieve, es la verdad porque hay que cuidarse, pero la verdad está en
los otros, en los que han sido con él, y encontrarla en ellos es la
manera de reconocerse. Esa es la historia que quiere contarnos.
No hay comentarios:
Publicar un comentario