jueves, 15 de septiembre de 2011

CENTROEUROPA. LA GRAN TRILOGIA, GREGOR VON REZZORI. COMENTARIO DE JOSÉ MARÍA GUELBENZU

El lector que se adentre en el libro se adentra en el cogollo del mundo mitteleuropeo, anterior y posterior al derrumbe de la monarquía autrohúngara, a través de las diversas etapas de la vida de su autor, nacido en 1914 en Czernovitz, capital de la Bucovina (que desde 1787 formaba parte de ese “reino shakespeariano llamado Galitzia”) y fallecido en la Toscana en 1998. Su posición de apátrida en la práctica la cuenta así: “Chernovitz, donde yo nací, era la ex capital del ex ducado de la Bucovina. Perteneciente a la ex monarquía austrohúngara y situada en la parte oriental del bosque de los Cárpatos, al pie de la cordillera Tatras, en 1775 había sido cedida a la ex Austria Hungría imperial-real por el ex imperio otomano, como recompensa por su intervención en la guerra ruso-turca. Se anexionó primero al antiguo reino de Galitzia y luego, en 1848, pasó a formar parte de los territorios autónomos de la casa de Habsburgo. Exceptuando mi ciudad natal, cuyo nombre por otra parte ha experimentado numerosos cambios en el curso de su historia –del alemán Czernowitz al actual Chernovtsi en Ucrania pasando por Cernauti-, en ella todo es designado como “ex”, es decir como no formando parte del presente, como no existiendo en realidad, lo que le confiere una especie de aura legendaria y, en consecuencia, un carácter irreal”.
Este párrafo es mucho más que una breve descripción sarcástica en la que los nombres políticos son todos “ex”, pero no así los geográficos; en realidad tiene todo que ver con su literatura. Los tres libros que comentamos son, de un modo u otro, más o menos autobiográficos; más elaborado como ficción el primero y decididamente memorístico el último; en medio, queda una historia de juventud que navega entre las dos posiciones anteriores. El conjunto suma casi novecientas páginas impresas en una caja de tamaño mayor de lo habitual, con lo que se deja ver a las claras que el editor está dispuesto a impresionar al lector y a poner a prueba su capacidad de lectura. Y el autor deja claro, apoyado en tamaño bloque de páginas, que elige hablarnos del mundo austrohúngaro desde la perspectiva de un hombre nacido prácticamente con el siglo que mira hacia atrás para moverse hacia adelante. Lo primero que conviene aclarar es que no hay un gramo de nostalgia y sí una exigencia a la memoria para que sea esta la que narre y la que se atribuya la conciencia lúcida de la mirada al pasado desde el presente. Lo segundo es que con esa constante vivencia de “ex” a la que sarcásticamente se refiere en el texto antecitado, se coloca en la mencionada posición de apátrida que le permite una versatilidad excelente para abordar con la distancia adecuada el mundo en que se mueven cada uno de los tres libros de La gran trilogía.
Un armiño en Chernopol (Chernopol es, naturalmente, un trasunto de su Czernotvitz natal) es, como dije antes, el texto que podemos considerar más decididamente “de ficción” aunque incluye abundantes notas autobiográficas. Es ficción, sobre todo, debido a la distorsión que ejerce sobre la realidad la decisión de buscar el lado grotesco de la vida ciudadana, porque ejerce de espejo deformante y además permite un permanente recurso al humor que dinamiza lo que, en superficie, no sería más que un relato de costumbres provincianas. Es el talento de Von Rezzori el que lo saca del mero retrato de tipos y paisajes al utilizar ese humor fundado en lo grotesco que recuerda el de muchas de las escenas más hilarantes y agudas que acontecen en la Kakania de Robert Musil. Ese talento se muestra ya en la elección de las dos columnas vertebrales del relato, las que sustentan y permiten el movimiento al cuerpo narrativo. Los dos personajes que las representan son: el prefecto de Chernopol, el señor Tarangolian, una autoridad que es también un vividor, hombre de mediana edad, abierto a los placeres de la mesa y a disfrutar de toda ventaja que se encuentre a mano, hábil para escurrir el bulto cuando es necesario y para presentarse donde hay que estar en el momento oportuno; un frescales orondo y simpático, pragmático y sociable que flota como un corcho en cualquier líquido y que resulta ser una figura tan contradictoria como sugestiva; y, por su parte, el húsar Tildy, un militar y caballero a la antigua usanza, de pensamiento único e incapaz de concebir el mundo sin vestir el uniforme, siempre dispuesto a un duelo por cualquier causa que le hiciera sentirse obligado, un idealista dogmático incapaz de desviarse un milímetro de sus rígidas normas de conducta y en constante tensión por no dejar asomar ni el más simple de sus sentimientos; es el hombre irreductible a la buena vida; él es “el armiño que muere cuando se le mancha la piel”, como dice la cita que encabeza la novela. El contraste entre estos dos tipos absolutamente antagónicos, pero pertenecientes al mismo mundo y cultura, es lo que sostiene la armadura de esta preciosa y divertida narración. El primero, el prefecto, representa la voluntad de vivir (lo mejor posible) en cualquier circunstancia; el segundo, por el contrario, es la imagen de la destrucción de un mundo de honor periclitado.
El relato está plagado de anécdotas que son descritas de manera satírica, grotesca o simplemente humorística. El autor se apoya en los ojos de los niños para establecer la mirada principal, pero la palabra es suya y no pierde esta distancia de narrador. Chernopol es, a la vez, absurda, fantástica y real; que el narrador hable apoyándose en los recuerdos de infancia permite esa triple dimensión del relato y escenifica una suerte de farsa trágica y demoledoramente viva y real a un tiempo. El narrador acostumbra a comenzar los capítulos con consideraciones de todo orden, desde la descripción de distintos aspectos de la sociedad chernopolita hasta verdaderas reflexiones de orden moral acerca de la vida y comportamiento de las personas, para internarse luego en la anécdota propiamente dicha. Emplea un lenguaje satírico que pone buena parte de su eficiencia en el uso de las oraciones subordinadas y sacando buen partido a la expresividad de la contradicción (“Y ella se apareció de improviso delante de nosotros, con una elegancia exagerada y, al mismo tiempo, vestida con singular desaliño”). Su técnica de creación de escenas consiste, una vez descrito el escenario donde las sitúa, en ir saltando de un personaje a otro y, como en segundo plano, irlos enlazando hasta formar el cuadro completo. Entonces es cuando, seguro del suelo que pisa, ilumina la escena.
Von Rezzori no duda en arriesgar en la expresividad para lograr efectos extraordinarios de expresión (“mientras el clavel rojo de viejo calavera relucía en el ojal y el bigote recién teñido, negro como ala de cuervo, arrojaba reflejos verdosos y rojo rubí”) o de evidente conciencia satírica, como en este malicioso comentario infantil: “Defender con contumacia ideas preconcebidas nos parecía una de las escandalosas prerrogativas que los adultos se otorgaban basándose en una convención que sólo ellos habían pactado”. Von Rezzori asume con su libro que cuando los narradores cuentan historias en realidad siempre hablan de ellos mismos, es decir, de la manera en que esas historias llegaron a ser su historia, lo que supone más que haberlas vivido: supone aquello en lo que se han ido convirtiendo al contarlas. Bajo esta premisa opera la novela: “Éramos niños cuando nuestros héroes se nos aparecieron como una visión y, al conocer su realidad, y con su muerte, perdimos un mundo maravilloso”. La novela asume esta pérdida y por ello vive. La memoria, ayudada por la imaginación y apoyándose en el humor, se convierte en la expresión de una realidad que sólo a través de la ficción adquiere su verdadera conciencia de ser.
Menmorias de un antisemita, quizá su obra más celebrada, es una historia de juventud que comienza con al descripción de la vida en el pueblo, la jubilosa naturaleza que él percibe y la soledad sentida como algo grato. De allí saldrá hacia su primer trabajo serio y hacia otra clase de soledad, más ingrata. Su relación con dos mujeres (una viuda judía y una muchacha sentada en una silla de ruedas, crudamente real la primera y ensoñada la segunda) le darán la vuelta como persona y, en su incomodidad, cala en su mente la idea de pangermanismo (a partir de la influencia de su tío Hubert y de la compleja lealtad a su padre, lealtad que cabalga sobre la línea Carlomagno-Sacro Imperio-Habsburgo) La idea hace cuerpo en él y lo impregna plenamente, pero no de manera agresiva o violenta sino de forma paulatina, como una segunda naturaleza, de manera que nuestro antisemita lo es sobre todo por mor de las circunstancias y mientras su vida personal se va oscureciendo hasta convertirlo en el chevalier servant y osito de peluche de su vecina Minka. La clave del relato está en ese momento en que el pangermanismo del personaje se ve desbordado por la realidad: la anexión de Austria por los nazis, el Anschluss. Lo que descoloca al yo del personaje es la presencia de esa realidad atroz a la que no puede sustraerse porque la feliz y encantadora frivolidad de la vida de familia de aquellos niños del Armiño en Chernopol se convierte en la cruda verdad de una situación estremecedora y la novela en la representación de ese dejarse llevar, de ese desmoronamiento personal que explica, de forma admirable, cómo el veneno nazi se bebió por una sociedad entera incapaz de reaccionar ante el horror, personas sensatas, agradables, razonables incluso, que se dejaron llevar sin resistencia por el prejuicio antijudío sin calcular sus verdaderas consecuencias. La consecución literaria de esta evolución personal, reflejo de la evolución histórica y social, es lo que otorga a esta novela su calidad de obra maestra.
Memorias de un antisemita está dividida en cinco partes. Las cuatro primeras relatan esa juventud donde el amor equivocado y la descomposición inicialmente inadvertida del yo del personaje desembocan en el desconcierto y el vacío que crea en él la anexión de Austria. La quinta parte tiene un cambio de narrador, un cambio de perspectiva admirable porque toda la consideración moral que lo acompaña y que es su esencia proviene ahora de alguien que habla mucho tiempo después, ya en el comienzo de la senectud. Este cambio de posición cambia la perspectiva: “y ahora, con la distancia de los sesenta y cinco años, aunque con la misma ingenuidad en la mirada azul celeste, que forma parte de su encanto incontenible, siente que empieza a disminuir su fuerza para reinventar la realidad, disminuye su capacidad de inventar un presente verosímil y un pasado de cuentos de hadas”. El final de esta breve quinta parte, titulada Pravda, es sencillamente magistral.
La tercera de las novelas de La gran trilogía, Flores en la nieve, no es una novela sino un verdadero escrito autobiográfico. Von Rezzori es un descriptor maravilloso, de alta vena poética, que desciende a todo detalle sin abrumar ni parecer acumulativo porque su descripción es siempre progresiva, no repetitiva, y su lirismo un verdadero ejercicio de maestría expresiva. El lector lo advertirá en seguida al comprobar que la capacidad descriptiva de la ficción se ajusta como un guante a la capacidad evocativa de su propia memoria personal sin que ninguna de las dos se interfiera con la otra, al contrario, aparecen netamente diferenciadas dentro de un mismo estilo. De esta manera, lo que empezó siendo una creación novelesca emotiva y confiada sobre el delicioso y acogedor mundo habsbúrgico se ha ido convirtiendo en una representación de Centroeuropa después del derrumbe para terminar en este escrito autobiográfico en el que Von Rezzori en persona habla de las personas decisivas de su vida en ese tiempo, pero ahora con una lucidez impresionante, producto de una mirada distinta aunque no menos amorosa, pues son evocadas no desde su tiempo real sino desde la edad del personaje. Al final de las Memorias de un antisemita, un hombre mayor visita a su suegra, la vieja condesa, para llevarle una caja de marron glacés. Es el sosias del mismo Von Rezzori ya maduro, residente en Italia y casado con Beatrice Monti Della Corte. “La vecchia contessa é mancata” le dice la portera. Luego le cuenta que justo antes de morir, había alzado por última vez la cabeza para decir, simplemente: -¡Pravda! Él le explica el significado y ella le contesta que ya lo sabe porque su esposo lleva treinta años afiliado al partido comunista italiano. Y él dice entonces: “Sí, La verdad ¿Le apetece una castaña? Tome toda la caja, yo comeré una como máximo, no puedo permitirme más; ya sabe, a mi edad uno tiene que cuidarse”. La última parte de la Trilogía, Flores en la nieve, es la verdad porque hay que cuidarse, pero la verdad está en los otros, en los que han sido con él, y encontrarla en ellos es la manera de reconocerse. Esa es la historia que quiere contarnos.

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