Porque Adiós a Berlín es una obra maestra, que se beneficia además
de una espléndida traducción debida a uno de los mayores poetas
españoles contemporáneos: el inolvidable Jaime Gil de Biedma. La
centralidad que tiene el personaje de Sally Bowles en el libro no es
sólo por su vistosidad -esa fantástica muchacha, cuya idea casi
infantil del placer sexual se une a su incompetencia como actriz y
cantante para formar un conjunto delicioso y explosivo- sino por lo que
refleja de una mentalidad muy de su época -ese sentido bullicioso de la
vida que en el fondo esconde, quizá sin saberlo, la fatalista
consciencia de que el mundo va al desastre-.
Todos los
personajes del libro -en especial Landauer, el millonario judío, que se
da cuenta de lo que se le viene encima pero que no quiere abandonar su
país- están muy bien descritos, pero es sobre todo el ambiente
berlinés, aquella mezcla de riqueza creativa, libertinaje desenfrendado
y barbarie política lo que proporciona al libro un encanto sobre el
que no ha pasado el tiempo.
Isherwood era un maestro en la
construcción de la frase y del párrafo, con un infalible sentido del
ritmo y del fraseo narrativo, que hace que Adiós a Berlín sea una de
esas novelas que se leen de un tirón tanto por su interés como por su
perfección estructural. Menos caricaturesca que Mr. Norris cambia de
trenes en donde los aspectos más siniestros y caricaturescos de la
ciudad ocupan un primer plano, Adiós a Berlín está elaborado de manera
que su propósito elegíaco -la despedida un mundo que se hunde en la
miseria y en la crueldad- queda parcialmente enmascarado por el sutil
sentido del humor de Isherwood. Por eso también es tan oportuno el
reencuentro con esta novela singularísima que vio la primera vez la luz
en español en 1967 y que tuvo la virtud también de hacer que algunos
lectores en nuestro país empezaran a descubrir la deslumbrante riqueza
de la narrativa británica contemporánea.
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