En el segundo siglo de nuestra era, Luciano de Samosata compuso una
Historia verídica, que encierra, entre otras maravillas, una
descripción de los selenitas, que (según el verídico historiador)
hilan y cardan los metales y el vidrio, se quitan y se ponen los pjos,
beben zumo de aire o aire exprimido; a principios del siglo XVI,
Ludovico Ariosto imaginó que un paladín descubre en la Luna todo lo que
se pierde en la Tierra, las lágrimas y suspiros de los amantes, el
tiempo malgastado en el juego, los proyectos inútiles y los no
saciados anhelos; en el siglo XVII, Kepler redactó un
Somnium Astronomicum,
que finge ser la transcripción de un libro leído en un sueño, cuyas
páginas prolijamente revelan la conformación y los hábitos de las
serpientes de la Luna, que durante los ardores del día se guarecen en
profundas cavernas y salen al atardecer. Entre el primero y el segundo
de estos viajes imaginarios hay mil trescientos años y entre el
segundo, y el tercero, unos cien; los dos primeros son, sin embargo,
invenciones irresponsables y libres y el tercero está como entorpecido
por un afán de verosimilitud. La razón es clara. Para Ludano y para
Ariosto, un viaje a la Luna era símbolo o arquetipo de lo imposible,
como los cisnes de plumaje negro para el latino; para Kepler, ya era
una posibilidad, como para nosotros. ¿No publicó por aquellos años John
Wilkins, inventor de una lengua universal, su
Descubrimiento de un Mundo en la Luna, discurso tendiente a demostrar que puede haber otro Mundo habitable en aquel Planeta, con un apéndice titulado
Discurso sobre la posibilidad de una travesía? En las
Noches áticas de
Aulo Gelio se lee que Arquitas el pitagórico fabricó una paloma de
madera que andaba por el aire; Wilkins predice que un de mecanismo
análogo o parecido nos llevará, algún día, a la Luna. Por su carácter
de anticipación de un porvenir posible o probable, el
Somnium Astronomicum prefigura,
si no me equivoco, el nuevo género narrativo que los americanos del
Norte denominan science-fiction o scientifiction y del que son
admirable ejemplo estas
Crónicas. Su tema es la conquista y
colonización del planeta. Esta ardua empresa de los hombres futuros
parece destinada a la época, pero Ray Bradbury ha preferido (sin
proponérselo, tal vez, y por secreta inspiración de su genio) un tono
elegíaco. Los marcianos, que al principio del libro son espantosos,
merecen su piedad cuando la aniquilación los alcanza. Vencen los
hombres y el autor no se alegra de su victoria. Anuncia con tristeza y
con desengaño la futura expansión del linaje humano sobre el planeta
rojo -que su profecía nos revela como un desierto de vaga arena azul,
con ruinas de ciudades ajedrezadas y ocasos amarillos y antiguos
barcos para andar por la arena-. Otros autores estampan una fecha
venidera y no les creemos, porque sabemos que se trata de una
convención literaria; Bradbury escribe 2004 y sentimos la gravitación,
la fatiga, la vasta y vaga acumulación del pasado -
el dark backward and abysm of Time del
verso de Shakespeare-. Ya el Renacimiento observó, por boca de
Giordano Bruno y de Bacon, que los verdaderos antiguos somos nosotros y
no los hombres del Génesis o de Homero. ¿Qué ha hecho este hombre de
Illinois me pregunto, al cerrar las páginas de su libro, para que
episodios de la conquista de otro planeta me pueblen de terror y de
soledad? ¿Cómo pueden tocarme estas fantasías, y de una manera tan
íntima? Toda literatura (me atrevo a contestar) es simbólica; hay unas
pocas experiencias fundamentales y es indiferente que un escritor,
para transmitirlas, recurra a lo “fantástico” o a lo “real”, a Macbeth
o a Raskolnikov, a la invasión de Bélgica en agosto de 1914 o a una
invasión de Marte. ¿Qué importa la novela, o novelería, de la science
fiction? En este libro de apariencia fantasmagórica, Bradbury ha
puesto sus largos domingos vacíos, su tedio americano, su soledad, como
los puso Sinclair Lewis en Main Street. Acaso
La tercera expedición es
la historia más alarmante de este volumen. Su horror (sospecho) es
metafisico; la incertidumbre sobre la identidad de los huéspedes del
capitán John Black insinúa incómodamente que tampoco sabemos quiénes
somos ni cómo es, para Dios, nuestra cara. Quiero asimismo destacar el
episodio titulado
El marciano, que encierra una patética
variación del mito de Proteo. Hacia 1909 leí, con fascinada angustia,
en el crepúsculo de una casa grande que ya no existe,
Los primeros hombres en la Luna, de Wells. Por virtud de estas
Crónicas de
concepción y ejecución muy diversa, me ha sido dado revivir, en los
últimos días del otoño de 1954, aquellos deleitables terrores.
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