sábado, 10 de septiembre de 2011

SHANGHÁI 1930: LA CONDICIÓN HUMANA. ANDRÉ MALRAUX (COMENTARIO DE MARIO VARGAS LLOSA)

La condición humana es una obra maestra, digna de ser citada junto a las que escribieron Joyce, Proust, Faulkner, Thomas Mann o Kafka, como una de las más fulgurantes creaciones de nuestra época. Lo digo con la tranquila seguridad de quien la ha leído por lo menos media docena de veces, sintiendo, cada vez, el mismo estremecimiento agónico del terrorista Tchen antes de clavar el cuchillo en su víctima dormida y lágrimas en los ojos por el gesto de grandeza final de Katow, cuando cede su pastilla de cianuro a los dos jóvenes chinos condenados, como él, por los torturadores del Kuomintang, a ser quemados vivos. Todo es, en ese libro, perfecto: la historia épica, sazonada de toques románticos; el contraste entre la aventura personal y el debate ideológico colectivo; las psicologías y culturas enfrentadas de los personajes y las payasadas del barón de Clappique, que pespuntan de extravagancia y absurdo —es decir, de imprevisibilidad y libertad—, una vida que, de otro modo, podría parecer excesivamente lógica; pero, sobre todo, la eficacia de la prosa sincopada, reducida a un mínimo esencial, que obliga al lector a ejercitar su fantasía todo el tiempo para llenar los espacios apenas sugeridos en los diálogos y descripciones.

La condición humana está basada en una revolución real, que tuvo lugar en 1927, en Shangai, del Partido Comunista chino y su aliado, el Kuomintang, contra "Los Señores de la Guerra", como se llamaba a los autócratas militares que gobernaban esa China descuartizada, en la que las potencias occidentales habían obtenido, por la fuerza o la corrupción, enclaves coloniales. Esta revolución fue dirigida por un enviado de Mao, Chou-En-Lai, en quien está inspirado, en parte, el personaje de Kyo. Pero, a diferencia de éste, Chou-En-Lai no murió cuando, luego de derrotar al gobierno militar, el Kuomintang de Chang Kai-Shek se volvió contra sus aliados comunistas y, como describe la novela, los reprimió con salvajismo; consiguió huir y reunirse con Mao, a quien acompañaría en la Gran Marcha y secundaría como lugarteniente el resto de su vida.

Malraux no estuvo en Shangai en la época de los sucesos que narra (que inventa); pero sí en Cantón, durante las huelgas insurreccionales del año 1925 y fue amigo y colaborador (nunca se ha establecido con certeza hasta qué punto) de Borodín, el enviado de la Komintern (en otras palabras, de Stalin) para tutelar el movimiento comunista en China. Esta experiencia le sirvió, sin duda, para impregnar esa sensación de cosa "vivida" a los memorables asaltos y combates callejeros de la novela. Desde el punto de vista ideológico, La condición humana es procomunista, sin la menor ambigüedad. Pero no estalinista, sino, más bien, trotskista, pues la historia condena explícitamente las órdenes venidas de Moscú, e impuestas a los comunistas chinos por los burócratas de la Komintern, de entregar las armas a Chang Kai-Shek, en vez de esconderlas para defenderse cuando sus aliados del Kuomintang dejaran de serlo. No olvidemos que estos episodios suceden en China mientras en la URSS seguía arreciando el gran debate entre estalinistas y trotskistas (aunque ya había empezado el exterminio de éstos) sobre la revolución permanente o el comunismo en un solo país.

Pero una lectura ideológica o sólo política de la novela soslayaría lo principal: el mundo que crea de pies a cabeza, un mundo que debe mucho más a la imaginación y la fuerza convulsiva del relato que a los episodios históricos que le sirven de materia prima.

Más que una novela, el lector asiste a una tragedia clásica, incrustada en el mundo moderno. Un grupo de hombres (y una sola mujer, May, que en el mundo esencialmente misógino de Malraux es apenas una silueta algo más insinuada que la de Valery y las cortesanas que hacen de telón de fondo), venidos de diversos horizontes, combaten contra un enemigo superior para —lo dice Kyo— "devolver la dignidad" a aquellos por quienes combaten: los miserables, los humillados, los explotados, los esclavos rurales e industriales. En esta lucha, a la vez que son derrotados y perecen, Kyo, Tchen, Katow, alcanzan una valencia moral más elevada, una grandeza que expresa, en su más alta instancia, "la condición humana".

La vida no es así, y, desde luego, las revoluciones no están hechas de nobles y viles acciones distribuidas rectilíneamente entre los combatientes de ambos bandos. Que este esquematismo político y ético, que en cualquiera de las ficciones edificantes que produjo el realismo socialista hubiera hecho que el libro se nos cayera de las manos, en La condición humana nos convenza de su verdad, significa que Malraux era capaz, como todos los grandes creadores, de hacer pasar gato por liebre, enmascarando sus visiones con una apariencia irresistible de realidad.

En verdad, ni las revoluciones de carne y hueso son tan limpias, ni los revolucionarios lucen, en el mundo de grises y mezclas en que nos movemos los mortales, tan puros, coherentes, valientes y sacrificados como en las turbulentas páginas de la novela. ¿Por qué nos sugestionan tanto, entonces? ¿Por qué nos admiramos y sufrimos cuando Katow, encallecido aventurero, acepta una muerte atroz por su acción generosa, o cuando volamos hechos pedazos, con Tchen, debajo del auto en el que no estaba Chang Kai-Shek? ¿Por qué, si esos personajes son mentiras? Porque ellos encarnan un ideal universal, la aspiración suprema de la perfección y el absoluto que anida en el corazón humano. Pero, todavía más, porque la destreza del narrador es tan consumada que logra persuadirnos de la verosimilitud íntima de esos ángeles laicos, de esos santos a los que ha bajado del cielo y convertido en mortales del común, héroes que parecen nada más y nada menos que cualquiera de nosotros.

La novela es de una soberbia concisión. Las escuetas descripciones muchas veces transpiran de los diálogos y reflexiones de los personajes, rápidas pinceladas que bastan para crear ese deprimente paisaje urbano: la populosa Shangai hirviendo de alambradas, barrida por el humo de las fábricas y la lluvia, donde el hambre, la promiscuidad y las peores crueldades coexisten con la generosidad, la fraternidad y el heroísmo. Breve, cortante, el estilo nunca dice nada de más, siempre de menos. Cada episodio es como la punta de un iceberg, pero emite tantas radiaciones de significado que la imaginación del lector reconstruye sin dificultad, a partir de esa semilla, la totalidad de la acción, el lugar en que ocurre, así como los complejos anímicos y las motivaciones secretas de los protagonistas. Este método sintético da notable densidad a la novela y potencia su aliento épico. Las secuencias de acciones callejeras, como la captura del puesto policial por Tchen y los suyos, al principio, y la caída de la trinchera donde se han refugiado Katow y los comunistas, al final, pequeñas obras maestras de tensión, equilibrio, expectativa, mantienen en vilo al lector. En estos y algunos otros episodios de La condición humana hay una visualidad cinematográfica parecida a la que lograba, en esos mismos años, en sus mejores relatos, John
Dos Passos.





Un exceso de inteligencia suele ser mortífero en una novela, pues conspira contra su poder de persuasión, que debe fingir la vida, la realidad, donde la inteligencia suele ser la excepción, no la regla. Pero, en las novelas de Malraux, la inteligencia es una atmósfera, está por todas partes, en el narrador y en todos los personajes —el sabio Gisors no es menos lúcido que el policía König, y hasta el belga Hemmelrich, presentado como un ser fundamentalmente mediocre, reflexiona sobre sus fracasos y frustraciones con una claridad mental reluciente. La inteligencia no obstruye la verosimilitud en La condición humana (en cambio, irrealiza todas las novelas de Sartre) porque en ella la inteligencia es un atributo universal de lo viviente. Esta es una de las claves del "elemento añadido" de la novela, lo que le infunde soberanía, una vida propia distinta de la real.

El gran personaje del libro no es Kyo, como quisiera el narrador, quien se empeña en destacar la disciplina, espíritu de equipo, sumisión ante la dirigencia, de este perfecto militante. Es Tchen, el anárquico, el individualista, a quien vemos pasar de militante a terrorista, un estadio, a su juicio, superior, porque gracias a él —matando y muriendo— se puede acelerar esa historia que para el revolucionario de partido está hecha de lentas movilizaciones colectivas, en las que el individuo cuenta poco o nada. En el personaje de Tchen se esboza ya lo que con los años sería la ideología malrauxiana: la del héroe que, gracias a su lucidez, voluntad y temeridad, se impone a las "leyes" de la historia. Que fracase —los de Malraux son siempre derrotados— es el precio que paga para que, más tarde, su causa triunfe.

Además de valientes, trágicos e inteligentes, los personajes de Malraux suelen ser cultos: sensibles a la belleza, conocedores del arte y la filosofía, apasionados por culturas exóticas. El emblema de ellos es, en La condición humana, el viejo Gisors; pero también es de semejante estirpe Clappique, quien, detrás de su fanfarronería exhibicionista, esconde un espíritu sutil, un paladar exquisito para los objetos estéticos. El barón de Clappique es una irrupción de fantasía, de absurdo, de libertad, de humor, en este mundo grave, lógico, lúgubre y violento de revolucionarios y contrarrevolucionarios. Está allí para aligerar, con una bocanada de irresponsabilidad y locura, ese enrarecido infierno de sufrimiento y crueldad. Pero, también, para recordar que, en contra de lo que piensan Kyo, Tchen y Katow, la vida no está conformada sólo de razón y valores colectivos; también de sinrazón, instinto y pasiones individuales que contradicen a aquéllos y pueden destruirlos.

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